domingo, 12 de diciembre de 2010

Soledad

Una vez más, la luz del sol estimulaba mi desvelo como pidiéndome a gritos que me despertase. Hacía varios días que la tempestad se había apoderado de la atmósfera, pero hoy claramente nacía un día dispar. Fue una excusa razonable para escapar de la angustia que hacía mucho tiempo venía apropiándose de mi entereza, arrebatándome el poder de decisión y haciendo florecer la incertidumbre que dormía en mi espíritu. Hoy claramente iba a salir con otra firmeza, otro ímpetu. Por lo que después de refregarme los ojos, me di un cálido baño y me dirigí al guardarropa. Noté que sólo me quedaban prendas de color negro, pero en su momento no me importó. Me acomodé en un vestido negro hasta las rodillas, me maquillé y hasta me perfumé. Ansiaba huir de la aflicción de la que formaba parte hace tanto tiempo; finalmente me había decidido a emigrar hacia otra especie.
Al caminar las primeras calles, sentía extraño hasta el sonido de los tacos al pisar el pavimento. Sentía ajeno el ruido de las aves, las voces de los niños, las bocinas de los autos. Aún así, mantenía mi sonrisa de oreja a oreja adonde quiera que vaya. En el trayecto, noté como una joven que venía en dirección contraria, no camuflaba su interés en mí, si no que no me quitaba la mirada de encima. Comencé a sentirme incómoda, por lo que respondí mirándola fijamente también. Cuando faltaban unos metros para toparnos, la joven frenó. Sus pupilas se dilataron de forma aterradora, y sus ojos comenzaron a humedecerse sin haber parpadeado siquiera una vez. Me encontraba un tanto perdida y me había puesto nerviosa, sentía deseos de consolarla. Cuando estaba a punto de dejar caer la primera lágrima, bajó la mirada y siguió caminando como si nunca hubiera notado mi presencia. No había deducido el hecho, no lograba interpretar alguna de sus reacciones, pero no quise darle mucha importancia. Alcé la mirada al cielo, y nuevamente una nube gris se aproximaba lentamente. Por lo que emprendí viaje caminando más rápido. No quería abandonar.
Deambulando esta vez hacia el parque, pude contemplar un grupo de niños jugando inocuamente entre ellos y sus respectivos padres compartiendo sus clásicas charlas. Era sin duda un paisaje, una imagen para fotografiar. Llamó mi atención un señor, que sentado debajo de un árbol, miraba al cielo sin disturbios con un cuaderno en sus manos. Decidí acercarme, y como no notaba mi existencia, opté por apoyar mi mano sobre la suya. Aún habiendo bajado la mirada, me ignoraba. Sus expresiones daban a qué pensar, pero claramente me rechazaba, me desoía. Buscó su lapicera con desesperación, y comenzó a escribir desaforadamente. Intentó aguantarse el llanto, pero pasados unos segundos, sus lágrimas caían en las hojas como diluvios. No sabía como reanudar la situación, no entendía el motivo de su angustia y mi impotencia crecía frenéticamente. El hombre arrancó la hoja, la abolló, y la tiró al piso. Se levantó, y salió corriendo como queriendo escapar de algo. Comencé a llorar yo también, y todo se había vuelto lóbrego otra vez. El tiempo, el espacio, mi cuerpo, y mi alma. Abrí el papel que había tirado el hombre, y lo leí con la voz quebrada para mí misma:
“Odio cuando te presentas en mi vida. Haces impenetrable mi esencia, renegrido mi espíritu. Me lastimas, me haces sentir exiguo y mediocre. Rasguñas mi progreso y hundes mis planes. Cuando logro escapar, me buscas, y me ahogas. ¿Cuándo dejarás de estorbarme? No te das cuenta, que la vida misma y tu alma, no nacieron para convivir en un mismo espacio. Soledad”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.