martes, 21 de diciembre de 2010

Sin fin I

“¿Estás desocupado? ¿Podes venir ahora? Por favor…” Mensajes que gritaban en su celular, cada noche en la que me sentía vana y desierta. Aún con el maquillaje del espectáculo precedente y el brazo cansado de firmar autógrafos. La fortuna de mi rostro era desmedida, y mi sonrisa podía inducir a quién pasase delante mío. Mi carácter popular era desmesurado, sin embargo al abrir la puerta de mi apartamento, el brillo en mis facciones se borraba por completo. Habían pasado ya cinco años de no dejar de necesitarlo, mas nunca quise reconocerlo ni mucho menos revelárselo. Siempre estuve convencida de que en el fondo mis actitudes eran traslúcidas, que sólo él las podía pronosticar y ni hablar si estaba avezado de lo que realmente me pasaba. Si era mi ingratitud, codicia o egocentrismo, no sabría detallarlo. Nunca me había animado a quererlo en público, por más que en mi interior lo amaba más a que a nada en el mundo. Mi orgullo era tal, que mi vida giraba en torno a personas adineradas, un apartamento caro, muchas horas de trabajo y espectadores adolescentes aplaudiendo escena por escena. Dieciocho años, un novio perfecto y un auto envidiable. Era todo tan superficial, que ni mi propia naturaleza descifraba mi idiosincrasia.
“¿Dónde estás? Quiero verte” escribían mis dedos por inercia. Él siempre decía que yo era una especie de antitesis, y que mis contrariedades siempre lo habían lastimado. Aunque ello si podía admitírselo, me era inevitable seguir comportándome como lo hacía hace años, de manera precoz y adelantada, como si no tuviera ganas de analizar las consecuencias.
- Hace cinco años que me haces esto. ¿Cuándo me vas a dejar de desorientar? Sos grande, ya pasaron demasiadas cosas como para seguir así… ¿No te hace mal a vos, no? – Era lo primero que él pronunciaba cada vez que lo veía y que yo respondía sólo con abrazos. Como si fuéramos grandes amigos de secundaria, nos sentábamos en la cama y, mientras comíamos lo que le había hecho para cenar, mirábamos alguna película. Las conversaciones siempre terminaban en viejos recuerdos y promesas distantes, y por más que nos dañaba un poco el pensamiento venidero, nos encantaba hacerlo. Reírnos aún de las mismas menudencias, sentir el mismo hormigueo con sólo darle la mano. Era tan patético, tan inocente, tan puro (...) 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.