martes, 13 de marzo de 2012

Diario de una suicida



La sensibilidad en sus manos era soberbia, lo que hacía ver el movimiento de sus dedos casi surrealista. Las abría y las cerraba una y otra vez, distinguiéndolas de cualquier materia que las acompañase. En cada celeridad exhibía una mínima mueca que mostraba jolgorio. Cerraba los ojos por escasos segundos, los volvía abrir. Ese último instante era regenerador para su percepción, por poco mágico. No era la misma piel, ni el mismo movimiento, ni la misma forma la que veía. La física cuántica tomaba el poder esta vez, mostrándole que sí podía crear una realidad. Fue en ese preciso instante cuando se percató del verdadero valor del tacto. Multiplicó el tamaño de sus ojos ofreciendo un rostro fascinante, mientras las yemas de sus dedos apenas gravitaban en el labio inferior. De forma casi sexual, sus dedos hicieron contacto con su lengua y más tarde por todo su cuerpo. Sintió un increíble malestar al haber notado que nunca había sacado provecho de sus sentidos como correspondía. Después de tanto tiempo, después de tanta existencia. Entrevió un papel en el suelo, y con la pared como sustento, escribió:
Aniquilar con dulzura, asfixiar con lujuria.
Forasteros son mis orígenes que alteran hoy mi culpa,
Honestas mis raíces que reclaman sanidad.
No cohabita más que mi espíritu rendido,
enamorado de la ausencia que impertinente siempre esbocé.

Abrió la puerta, actuaba con ansiedad a reposar por algún espacio en donde solamente su cuerpo pueda corresponder. Arrojó sus pertenencias casi con bronca y desesperación sobre el suelo e inmediatamente forzó sus sentidos a conducirla a un sitio seguro. Por más que ya ninguno lo era, físicamente lo necesitaba. En su búsqueda que parecía ya infinita,  se topó con un espejo inmenso que había instalado en su living hace un tiempo. Seducida por el reflejo, contempló. Piel excesivamente húmeda, ojos mojados por lágrimas que no iban a caer jamás por más que dieran la impresión contraria, pupilas penetrantes  y labios hinchados.  
Aquellos estados eran para ella, la desnudez en su castidad. Eran momentos claves, ya que no percibía más que verdad, donde  afloraban sus sentimientos más inmaculados. Sin embargo, la verdad nunca era benévola para su vida. Su alrededor la obligaba a mantener un equilibrio que para ella había sido ficticio en cada uno de sus intentos por experimentarla. Solía llamar fraudulento  al modo de vida rutinaria e hipócritas a quienes intentaban estabilizarse a través de ella.
Cuando se encontraba en estas situaciones, sentía placer por el sólo hecho de interactuar con la realidad. Pero sólo duraban pequeños segundos, bastaba con apreciar lo vacía que era para su esencia.  
Ojos enormes color avellana, labios oscuros y prominentes, nariz pequeña y simétrica. Delgada hasta los huesos. Una joven a la que le dolía amar tanto y temía a que no la amen. Alguien que reía a diario, que era sanamente afortunada mientras no intimidara con su mente.  Alguien cargada de sueños, que tenía pánico a no llegar a tantearlos. Tanta cobardía junta que la frenaba ante cualquier análisis de su relación con el exterior.
Toda la droga que había consumido esa noche la mantuvieron alerta y hasta quizá demasiado rendida. Prácticamente olvidándose de sus actos posteriores, quedó pasmada contemplándose en el espejo. Como por arte de magia, la música se había encendido.
Simultáneamente prendió un cigarrillo, dejó caer la primer lágrima y comenzó a reir. Padeció una sensación que nunca había sentido, por lo menos que recordase en ese momento. Cada minuto más que pasaba, más sudaba y más reía frente al espejo.
Se acercó al mismo a una distancia como si fuera a besarlo, y dejando caer su aliento, empañó precisamente donde reflejaba su rostro. 
Y esa noche, con el índice escribió por última vez: “Perdón, las razones nunca faltan”. Aquella sensación desconocida… alivio, por dejar de existir. 

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